La destitución de Dilma Roussef de la Presidencia de la República de Brasil representa, para la gran mayoría de los movimientos sociales y de los organismos de la sociedad civil de este país, un profundo daño al régimen democrático existente desde 1985: un verdadero golpe de Estado, denunciado incansablemente a lo largo de los últimos meses en el mundo entero por los actores más diversos.
“¡Fora Temer!” (Fuera Temer, el nombre del nuevo presidente) se convirtió en el lema más pronunciado en Brasil y ha excedido ampliamente las fronteras.
A diferencia de las dictaduras surgidas en los años 60 y 70 en América Latina, se trata de una nueva generación de golpes de Estado, que nacen de una alianza entre las fuerzas conservadoras de los poderes legislativo y judicial, las altas esferas económicas y financieras y los grandes medios comerciales. Sobre la base de mecanismos constitucionales, un proceso que ha sido forjado por la presidencia en ejercicio, que ha sido acusador del crimen de responsabilidad en el maquillaje de las cuentas públicas, juzgado y depuesto por el Senado el pasado 31 de Agosto, sin embargo, ningún crimen ha podido ser probado. Como argumento, sus acusadores – muchos de los cuales están implicados en casos de corrupción – han invocado la puesta en consideración de “toda la obra” de Dilma, la responsabilidad de la crisis económica y política, o, al igual que en la declaración final del abogado de la acusación, la mano de Dios como principal instigador de este proceso de destitución.
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