En octubre de 2019, Chile vivió un inédito estallido social que llevó a millones a la calle. El movimiento social que nació en esas manifestaciones no tenía un programa único, voceros ni organización nacional. Sin embargo, a lo largo y ancho del país, algunas cosas se repetían.
Primero, no había banderas partidarias. No podía ser de otro modo, pues el movimiento reflejaba un fuerte rechazo a la institucionalidad política de los últimos 30 años, que se expresaba sobre todo en un sentimiento anti-partidos. Segundo, abundaban íconos que hacían referencias a las mareas feministas, incluido el pañuelo verde, símbolo de la lucha por la despenalización del aborto.
Por último, dos banderas ocupaban un rol protagónico en las protestas: la bandera chilena en blanco y negro, y la bandera mapuche. No en vano, varios declaraban que el estallido social había hermanado las demandas históricas del pueblo mapuche con la diversidad de malestares que aquejaban a la sociedad chilena en su conjunto. Demandas vinculadas a mejoras en el sistema de pensiones, la educación y la salud, o las luchas feministas o regionales encontraron en la bandera mapuche un símbolo potente de la incapacidad de la política para responder al nuevo Chile que estaba emergiendo.
En noviembre de 2019, en un intento de canalizar institucionalmente el descontento, un acuerdo transversal de la política chilena acordó iniciar un proceso constituyente. Se decidió también que este estuviera a cargo de una convención constitucional. Un órgano que, a diferencia del Congreso, tuviera reglas de paridad de género, facilitara la incorporación de candidaturas independientes y, por cierto, tuviera cupos reservados para pueblos originarios. El pasado domingo 4 de julio, marcado por la pandemia que obligaba a mantener protocolos de distancia social y uso de mascarillas, se conformó la Convención. En su primer acto oficial, el cónclave eligió a su presidencia. La persona electa para el cargo fue la académica mapuche Elisa Loncon, quien contó con una holgada cantidad de votos de diferentes fuerzas políticas. Justamente, Loncon fue una de las que participaron en la creación de la bandera mapuche a comienzos de la década de 1990.
Como explica el historiador Fernando Pairrican, la bandera Wenüfoye nació en un esfuerzo colectivo, en octubre de 1992, y desde que apareció fue reprimida. El movimiento mapuche generó este emblema como símbolo de sus demandas por derechos fundamentales y de autodeterminación. Los gobiernos de la Concertación de la época enfrentaron los intentos de recuperación de tierras, las marchas civiles y a la Wenüfoye como una amenaza terrorista, aplicando leyes de excepción como la Ley de Seguridad Interior del Estado. Como explica Pairrican: «La Wenüfoye representó un paso en el proceso de descolonización ideológica. Acompañada de ellas vendrían la reconstrucción política de la nación mapuche, que posicionó a sus autoridades tradicionales como las conductoras del proceso de Liberación Nacional».
Según el censo de 2017, los pueblos originarios representan un segmento importante de la población chilena, con 12,8% que se autoidentifica en este grupo (aproximadamente 2.185.792 de personas). Lo que hace particularmente compleja la relación del Estado chileno con el pueblo mapuche, que cuenta con más de 1.700.000 personas, es que, a diferencia con lo ocurrido con otros pueblos, su dominación no fue en la era colonial sino que su conquista fue obra del Estado chileno independiente. Este anexó sus territorios en el Wallmapu a mediados del siglo XIX. Asimismo, a lo largo de la historia de Chile, pertenecer a un pueblo originario y, en particular, mapuche, ha estado asociado una serie de marginaciones y exclusiones.
Así, mientras que en la población no-indígena la pobreza multidimensional alcanza 20,9%, en la población indígena este llega a 30,8%, según datos del Banco Interamericano de Desarrollo. Más aún, las clases altas chilenas se han visto marcadas por su ascendencia predominantemente blanca, mientras que los individuos de ascendencia indígena se han encontrado sistemáticamente marginados de las profesiones más prestigiosas y mejor remuneradas. Esto se refleja en que los apellidos más frecuentes entre médicos, abogados e ingenieros son de ascendencia castellana, vasca, inglesa, francesa, italiana y alemana, y los indígenas son escasos o marginales.
La historia de este fenómeno de exclusión es larga y compleja. Como explica Pablo Marimán en su artículo «Los mapuche antes de la conquista militar chileno-argentina» (2019), al menos una parte de esta diferencia socioeconómica se explica por una política deliberada de usurpación del territorio mapuche que tiene sus orígenes en la llamada «Comisión Radicadora de Indígenas» de 1883. A través de esta, las 10 millones de hectáreas de territorio mapuche reconocidas por España, se vieron reducidas a tan solo 536.000 hectáreas para 150.000 personas, lo que dejó a la enorme mayoría sin tierras.
Las tierras mapuche tienen una importancia fundamental para el sustento económico de este pueblo, pues la agricultura había sido tradicionalmente el eje central de su actividad productiva. A esta usurpación historia se ha sumado el desarrollo, en los últimos 30 años, de una industria extractivista que ha pauperizado aún más las vidas de las comunidades. Este ha sido el caso de empresas forestales y salmoneras que han ocupado sus territorios y recursos marítimos. Dos hitos significativos de este proceso fue la instalación de la represa de Ralco en 1993, que inundó terrenos ancestrales mapuches, y la quema de tres camiones de la forestal Arauco, en 1997. La historia de abusos por parte del Estado y las empresas desde aquella época está jalonada de hechos similares. El reclamo contra las políticas de los últimos 30 años, sello del estallido del 2019, podía verse con claridad en el movimiento mapuche.
Estas marginaciones económicas y culturales a los pueblos originarios se replican con notoria profundidad en el ámbito político. Con el fin de la dictadura de Augusto Pinochet en 1990, la democracia chilena no ha revertido sustancialmente la desigualdad política. La presencia indígena en el Congreso ha sido mínima y, prácticamente, inexistente en la primera línea del Poder Ejecutivo.
En este sentido, la llegada de Loncon a la presidencia de la Convención Constitucional es un hecho inédito en la historia nacional. Con ella se alza una voz que nunca había podido tener el podio para sí. Pero, más aún, llega una voz que puede reflejar a millones en el país, incluso más allá de las demandas mapuche. El apoyo transversal que ha concitado es notorio. Más allá de lo que ha dicho, su presencia encarna la demanda de presencia de esta voz. Así, lo que las encuestas muestran que Loncon cumple con el perfil exigido por la ciudadanía. 91% afirma que buscaba una presidencia sin militancia política, 67% que no fuera de Santiago, 56% experta/ académica (Loncon tiene dos doctorados) y 47% que sea mujer. En este sentido, la referente mapuche ya se ha constituido en una figura política que puede hablar con una legitimidad de la que carece gran parte de la dirigencia chilena.
Por otro lado, el gran apoyo que ha generado viene acompañado de elevadas expectativas y será un desafío no menor estar a la altura. Un elemento que permite cierto optimismo respecto a la ardua tarea que tendrá en su tarea de liderar una Convención Constitucional extremadamente plural es que ha mostrado una notoria conciencia del rol que le ha tocado jugar. Así lo mostró en su discurso inaugural, al momento de ser electa: «Hoy se funda un nuevo Chile plural, plurilingüe, con todas las culturas, con todos los pueblos, con las mujeres y con los territorios, ese es nuestro sueño para escribir una Nueva Constitución». Además, en un gesto que indudablemente recuerda el estallido de 2019, le dedicó su triunfo a todo el pueblo de Chile, a todos los sectores, regiones, pueblos y naciones originarias, a la diversidad sexual y a las mujeres que marcharon contra todo sistema de dominación. Sea cual sea el resultado de la convención, el nuevo Chile, por fin, tiene rostro. Y es mujer. Y también es mapuche.