Desde el nuevo período que se ha abierto con la irrupción del movimiento del 15M en 2011 y, luego, la creación de Podemos en enero de 214, un debate central entre el creciente número de activistas sociales y políticos que se han ido implicando en ese ciclo de movilización y repolitización ha sido el de la relación entre movimientos sociales y partidos políticos. Esta discusión ha estado ligada también con la relación que debería establecerse entre la actividad institucional y la no institucional. Una cuestión, además, urgente si tenemos en cuenta que las elecciones municipales de mayo de 2015 significaron un éxito importante de las candidaturas de unidad popular en un número importante de grandes, medianas y pequeñas ciudades, llegando a gobernar hoy en muchas de ellas, con lo cual nuevos problemas prácticos se están planteando para llevar adelante sus programas en un contexto “austeritario” adverso.
El balance que se puede establecer hasta ahora es que, después del reflujo del ciclo de protestas abierto por el 15M y debido a la sucesión de convocatorias electorales vividas desde mayo de 2014 con las elecciones al Parlamento Europeo, el estado actual de los movimientos sociales se encuentra en un nivel muy bajo (especialmente dentro del sindicalismo); en cambio, las expectativas se han centrado en las nuevas formaciones políticas –y en Podemos en particular-, que han ido ocupando la centralidad de la actividad política. No por ello muchos y muchas activistas dejan de ser conscientes de que, ante los límites que ya se están comprobando de la actividad transformadora en el ámbito institucional, solo una combinación de ese trabajo con la removilización y la autoorganización social y popular puede garantizar una mejora de la relación de fuerzas social y política capaz de desbordar esos límites.
Las discusiones abiertas también giran en torno al problema de la “forma partido”: la necesidad de continuar buscando un nuevo tipo de partido capaz de evitar la subordinación de sus fines y su programa a la lógica de la competitividad electoral y, con ella, la consiguiente autonomización de sus grupos institucionales y su burocratización interna. Una cuestión que tiene que ver con el balance que se puede hacer ya de los dos años y medio de vida de Podemos y de la opción que se tomó en su Asamblea fundacional en noviembre de 2014 a favor de un modelo de partido que combina la puesta en pie de una “máquina de guerra electoral” con prácticas de democracia plebiscitaria, apoyadas principalmente en las nuevas tecnologías; todo ello en torno al protagonismo de un liderazgo mediático y de una política de comunicación cuyos ejes discursivos han ido conociendo una evolución notable desde sus orígenes hasta el momento actual. Un modelo que se encuentra ahora en revisión por parte de la misma dirección de ese partido y que empieza a girar alrededor de la necesidad de un “partido-movimiento” dispuesto a contribuir a una removilización social y al empoderamiento popular.
Todas estas cuestiones tienen, además, una particularidad en el Estado español que no se puede obviar: la existencia de una realidad plurinacional y, con ella, de una gran diversidad de movimientos sociales y de formaciones políticas que no tienen una presencia a escala estatal pero, en cambio, sí tienen un anclaje territorial y un peso electoral significativos en sus respectivas Comunidades Autónomas. Así ocurre en las Comunidades Autónomas (CC AA) vasca, catalana o gallega, pero también en otras como la valenciana, la canaria o la andaluza. Esto obliga a los y las activistas sociales y políticas a superar concepciones y prácticas centralistas y uniformizadoras y a buscar fórmulas confederales de relación que respeten las especificidades nacionales y regionales. Asimismo, exige de colectivos y formaciones políticas de esas CC AA que hasta ahora eran reticentes a alianzas de ámbito estatal a buscar confluencias que ayuden a avanzar en común hacia la conquista de objetivos compartidos.
Jaime Pastor
Editor de la revista VIENTO SUR