El levantamiento zapatista, 30 años después

, por  Bernard Duterme, CETRI

Sí, este mes hace ya treinta años. Tres décadas. La efeméride marca el final del siglo pasado. El 1 de enero de 1994, el mismo día de la entrada en vigor del TLCAN (Tratado de Libre Comercio de América del Norte entre Estados Unidos, Canadá y México), varios miles de indígenas mayas de Chiapas, en el sureste de México, “declaran la guerra”, armados con viejos fusiles, al ejército federal y al “dictador” Carlos Salinas de Gortari. Su portavoz, el subcomandante Marcos, es uno de los pertenecientes al núcleo de revolucionarios, universitarios guevaristas, que habían entrado clandestinamente en la región diez años antes para crear el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) y desde allí “encender la revolución”.

Aun cuando el ímpetu marcial del día de Año Nuevo fue rápidamente sofocado, los “zapatistas”, cubiertos desde entonces con pasamontañas “para ser reconocidos”, paradójicamente siguieron movilizados contra viento y marea, por “la libertad, la democracia y la justicia”. Así como por la “dignidad”. Los primeros años estuvieron marcados por tres procesos concomitantes : negociaciones erráticas entre los insurgentes y el Gobierno ; una estrategia de acoso (para)militar a las comunidades rebeldes por parte de las autoridades ; y una sucesión de detonantes reuniones con la sociedad civil nacional e internacional, a iniciativa de los zapatistas.

Los tres fracasaron. Ni el Gobierno ni el Congreso aplicaron el único acuerdo firmado (en febrero de 1996) con los comandantes mayas sobre el derecho a la autodeterminación y el respeto a las culturas indígenas. Al mismo tiempo, la “guerra de baja intensidad” librada contra los pueblos zapatistas fortaleció al movimiento en lugar de debilitarlo. Y los intentos de articular las izquierdas mexicanas en una nueva dinámica organizativa provocarían más tensiones que entusiasmo. Solo subsistirá el Congreso Nacional Indígena (CNI), creado en 1996 para unir a los pueblos originarios de todo el país en su lucha contra la explotación y la discriminación. [1]

Redistribución y reconocimiento

Hoy día, y desde hace más de dos décadas, los rebeldes chiapanecos administran día a día un régimen de “autonomía de hecho”, a falta de una autonomía de derecho, en sus zonas de influencia, un territorio del tamaño de Bélgica, pero políticamente muy fragmentado. Intentan construir “otro mundo”, radicalmente democrático, “anticapitalista” y en clara ruptura con el Estado mexicano. Su nueva perspectiva emancipadora, por “la redistribución y el reconocimiento”, es una crítica en acción del modelo dominante desarrollada a la luz de las circunstancias y que actualmente se plasma en este autogobierno que pretende “mandar obedeciendo”, así como en sus reiteradas invitaciones intercontinentales a articular las luchas “abajo a la izquierda”. [2]

En sus inicios, la rebelión chiapaneca solía ser comparada con los movimientos revolucionarios centroamericanos de los años setenta y ochenta, sin duda para mejor estigmatizarla o, por el contrario, para distinguirla. En ambos casos, con sus “geografías y calendarios” tan próximos (para utilizar una fórmula zapatista), se trataba de insurrecciones históricas contra el orden establecido, protagonizadas por movimientos populares enfrentados a regímenes de dominación anquilosados. La denominación misma de las fuerzas impulsoras de estos levantamientos políticos : Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) en Nicaragua, Frente Martí de Liberación Nacional (FMLN) en El Salvador y Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en el territorio mexicano de Chiapas, revelan algo más que una filiación estructural. Asimismo, tanto el FSLN como el FMLN y el EZLN anuncian, en sus primeros escritos programáticos, el “socialismo” como la meta a alcanzar.

Sin embargo, existen múltiples diferencias –sociológicas, culturales, políticas, organizativas, etc.– entre los frentes centroamericanos y la rebelión maya, diferencias que casi contraponen ambas experiencias. Mientras que los primeros eran más estatistas y “verticalistas”, y tendían a propugnar el cambio “desde arriba”, la segunda es más autonomista y “horizontal”, y se inclina por la transformación “desde abajo”. A los diversos registros de la emancipación, a saber, republicana, nacionalista, socialista, cristiana, tercermundista, etc., utilizados por los revolucionarios centroamericanos y retomados por los zapatistas, los últimos han añadido el feminismo, de forma mucho más decidida que sus predecesores, así como el ecologismo, el comunalismo, el diferencialismo, etc. “Somos iguales porque somos diferentes”, reivindican los enmascarados de Chiapas. Y más recientemente, “Tod@s iguales y diferentes” (en escritura inclusiva) !

Obstinada y persistente, la rebelión zapatista también es radicalmente diferente de los revolucionarios del FMLN salvadoreño o del FSLN nicaragüense en cuanto a su longevidad, coherencia política, integridad moral y fidelidad a sus ideales originales. En el mejor de los casos, estos últimos han vaciado el movimiento de su significado fundacional y, en el peor, han acabado por “comerse a sus hijos” y por darles la espalda. [3] Los zapatistas, en cambio, resisten. Todo lo bien que cabe esperar. Hay que decir que, en la situación actual de la región, nada les favorece. El Chiapas de hoy, como lo previó un comunicado del EZLN allá por 2021 y como deploró la Iglesia católica local el pasado mes de septiembre, es presa de un clima de inseguridad sin precedentes. “Una situación de violencia y alarma criminal que no se había visto por acá”, explica Hermann Bellinghausen, el excelente periodista y escritor mexicano que lleva décadas recorriendo la región. [4]

01.01.24, Caracol VIII Dolores Hidalgo - Foto : Francisco Lion.

Chiapas está estallando

“Chiapas está estallando”, añade Gloria Muñoz Ramírez en La Jornada. [5] “[Allí] se vive un Estado fallido, rebasado y/o coludido con los grupos delincuenciales”, escribió en octubre de 2023. Y la población, sometida cotidianamente al acoso de las bandas armadas y la delincuencia, que va desde las amenazas y el chantaje hasta el secuestro, el robo de tierras, el desplazamiento forzoso, el reclutamiento forzado y el asesinato. La reciente llegada de un gran número de miembros de los principales cárteles de la droga, antes más activos en el centro y el norte del país, no es ajena a la situación. Tampoco lo es el aumento de migrantes centroamericanos y sudamericanos, alentados por las políticas erráticas del presidente Biden en este ámbito [6], quienes nada más entrar a México, son víctimas de extorsión por parte de traficantes sin ley ni escrúpulos. Estas dinámicas, sumadas a las unidades paramilitares, indígenas o no, que desgarran la región desde hace aún más tiempo, con o sin la complicidad gubernamental, han convertido a Chiapas en un “polvorín”, reitera Muñoz Ramírez.

En estas condiciones de descomposición social, escaramuzas sangrientas y ajustes de cuentas por el control territorial del narcotráfico, las armas, los migrantes e incluso los productos de la minería, es difícil que el autogobierno zapatista pueda administrar pacíficamente la vida cotidiana de sus “comunidades, colectivos y asambleas autónomas” (cuya reorganización acaban de anunciar los zapatistas). Por un lado, se encuentran sus propias actividades económicas, agroecológicas, educativas, sanitarias y judiciales, ciertamente precarias y frágiles, dependientes de una evanescente solidaridad internacional, pero que forman parte de su planteamiento alternativo [7] ; por otro, una cascada de adversidades y de adversarios.

En primer lugar, las organizaciones campesinas indígenas rivales que, con el consentimiento o la ayuda de las autoridades oficiales, intentan apropiarse las tierras “recuperadas” por los zapatistas durante la insurrección o, en su defecto, incendian uno u otro granero o escuela rebelde. También omnipresentes en los intervalos entre las zonas de influencia del EZLN están los militares federales que, en el mejor de los casos, se limitan a disuadir cualquier otra manifestación “subversiva” a gran escala. Y por último, la adversidad más importante entre todas para el conjunto de los activistas indígenas mexicanos, los grandes inversores públicos o privados, nacionales o transnacionales, que implantan sus “megaproyectos”, ya sean mineros, aeroportuarios, energéticos, viales, agroindustriales, ferroviarios, turísticos, etc., de “desarrollo”, sin el “consentimiento libre, previo e informado” de las poblaciones que viven en los territorios afectados.


Un alcance sin precedentes

Treinta años después del levantamiento del 1 de enero de 1994 cabe preguntarse : ¿Está la batalla medio perdida o medio ganada ? Ciertamente, los rebeldes de Chiapas no han logrado refundar la Constitución, descolonizar las instituciones ni tampoco a hacerse un hueco en la escena política mexicana, pero a escala local, nacional e internacional, habrán dado a las luchas campesinas e indígenas por la redistribución y la autonomía una visibilidad y un alcance sin precedentes.

Además, pese a su relativo aislamiento político y geográfico, tienen la intención de seguir influyendo en la relación de fuerzas y en las opciones de sociedad. Es así como el zapatismo se inscribe plenamente en los movimientos indígenas que, en América Latina, de abajo a arriba, han demostrado que movilizarse por el respeto de la diversidad no conlleva necesariamente tensiones identitarias. Y también, que puede ir de la mano de la lucha por la justicia social y el Estado de derecho. El reconocimiento mundial de sus méritos, por efímero que este sea, alimenta y se nutre de su dignidad recobrada.


Este artículo ha sido traducido del francés por Patricia de la Cruz

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