20 años de alterglobalización: un balance en tres puntos

, por  CANET Raphaël

Abril de 2001. 60.000 personas salieron a las calles de la ciudad de Quebec para denunciar la imposición de la globalización neoliberal con la firma, a puertas cerradas, de acuerdos de libre comercio por parte de nuestros gobiernos. La brecha entre la visión del mundo que tienen las élites económico-políticas y la de los pueblos, abierta en Chiapas (1994) y en Seattle (1999), siguió ampliándose.

Abril de 2021. Se supera el hito de los 3 millones de muertes por la pandemia de COVID-19. Tras un año de dispositivos de confinamiento sanitario que limitan drásticamente la movilidad local e internacional de las poblaciones, la competición por la vacunación revela una acentuación de las desigualdades entre los países del Norte y del Sur, y dentro de cada uno de ellos.

Con veinte años de diferencia, dos imágenes del mundo que atestiguan la lenta agonía del sueño de la feliz globalización que se ha convertido en una pesadilla. ¿Qué balance podemos hacer hoy de veinte años de luchas altermundialistas para construir un mundo emancipado del neoliberalismo? He aquí un balance en tres puntos.

1. Teníamos razón

El movimiento altermundialista ha ganado la batalla de las ideas. Los análisis críticos de la globalización neoliberal, del pensamiento único y del Consenso de Washington, la demostración de los callejones sin salida de un modelo dominante de desarrollo extractivista, consumidor de energía y contaminante, basado en la explotación de los seres humanos y del planeta, todos estos esfuerzos de reflexión, de intercambio y, en muchos aspectos, de educación, han demostrado estar bien fundados. Nuestro mundo no está en venta. La deslocalización excesiva tiene un coste humano y medioambiental. El crecimiento infinito en un mundo finito es una quimera. el capitalismo no se puede moralizar porque "siempre más" suele rimar con "todo para mí, nada para los demás". Teníamos razón al criticar el proyecto de neoliberalización del mundo que, a pesar de los discursos dominantes de la época reproducidos hasta la saciedad, no tenía ningún objetivo de construir un mundo común armonioso y bucólico. La feliz globalización era sólo para una ínfima minoría, una oligarquía que vive en burbujas doradas y que prefiere mirar a las estrellas (¿colonizar Marte, señor Musk?) antes que ceder en sus privilegios.

Adam Smith, el padre fundador del liberalismo clásico, lo reconoció en su época: "Cualquier propuesta de una nueva ley o regulación del comercio que provenga de esa clase de personas [los comerciantes] debe ser siempre recibida con la mayor sospecha, y nunca adoptada hasta después de un largo y serio examen, al que debe prestarse la más escrupulosa, pero la más sospechosa, atención. Esta proposición proviene de una clase de personas cuyo interés nunca puede ser exactamente el mismo que el de la sociedad [el énfasis es nuestro], que tienen, en general, interés en engañar al público e incluso en cobrarle de más, y que, en consecuencia, ya han hecho ambas cosas en muchas ocasiones." [1]

2. Hemos perdido

El movimiento altermundialista ha perdido la batalla política. Podemos ir por el cielo, pero la política suele tener los pies en la tierra. No hace falta remontarse a la caverna de Platón para ver que las ideas más bellas, o las más fundadas en la razón, no son las que generalmente triunfan en la arena política. El trumpismo nos ha dado una llamativa muestra de ello, demostrando de paso que el segundo mito del cambio de siglo (tras el de la feliz globalización), el de la sociedad de la información, es igual de falaz, ya que el triunfo de las redes sociales en la era del capitalismo digital conduce en cambio a las fake news y a la manipulación ideológica. El uso social de las innovaciones tecnológicas a menudo limita en lugar de liberar.

A pesar del inmenso trabajo realizado durante los períodos más oscuros de las democracias latinoamericanas para hacer converger las fuerzas sociales en movimientos políticos capaces de tomar el poder, la ola rosa de gobiernos progresistas que se afianzó en América Latina con el cambio de milenio ha decepcionado. Ya sea en Venezuela, Ecuador, Bolivia, Brasil o en cualquier otro lugar, se han producido avances innegables para mejorar la vida de los más pobres y acabar con el descarado dualismo social. Y, sin embargo, estos regímenes progresistas no han conseguido poner en marcha la gran transición necesaria para conciliar la justicia social y la justicia medioambiental para afrontar los retos del siglo XXI. La misma amarga observación puede hacerse respecto a los partidos de izquierda radical de los países del sur de Europa (Syriza en Grecia, Podemos en España) que, tras la crisis económica de 2008 y las vastas movilizaciones sociales que le siguieron (Indignados, Occupy) tomaron el poder, pero no cambiaron el mundo. Y eso sin mencionar la Primavera Árabe que se convirtió en invierno en muchos países (Libia, Siria, Egipto, pero también Túnez, Argelia...). El movimiento altermundialista ha perdido la batalla política porque no ha sido capaz de transformar sus ideas alternativas en programas de gobierno y, sobre todo, en políticas nacionales e internacionales concretas que cambien el sistema y satisfagan la inmensa esperanza de construir un mundo mejor.

3. Debemos cambiar

El movimiento altermundialista debe revisar sus estrategias. Como bien escribe la activista Lorraine Guay, ¿quiénes somos nosotros para desanimarnos? [2] Somos parte de las luchas emancipadoras que se desarrollan a largo plazo y, ante el reto del colapso hacia el que parece conducirnos inexorablemente la política del statu quo, debemos cambiar nuestra estrategia y pasar a la acción. Es demasiado tarde para ser pesimista.

Frente a las políticas globales impuestas por los Estados-nación (y principalmente los nuestros, los del Norte global), el movimiento altermundialista se ha enfrentado a las grandes organizaciones económicas internacionales (OMC, FMI, Banco Mundial, Davos...). Incluso ha tomado el poder en algunos estados periféricos y, sin embargo, la multitud no ha derrocado al Imperio. La crisis económica de 2008, que golpeó el corazón del sistema, no hizo caer el capitalismo financiero. Por el contrario, fue salvada con fondos públicos y luego convertida en capitalismo digital gracias a la cuarta revolución industrial alabada por el fundador del Foro Económico Mundial. [3] Luego, para hacer frente a las múltiples formas de protesta social que estallaron en los cuatro rincones del planeta al inicio de la década de 2010 para denunciar la austeridad, la oligarquía se radicalizó, no dudando en convertirse al neoconservadurismo, que combina la libertad económica con un estricto control social. El movimiento altermundialista, ya sea en la COP 15 de Copenhague en 2009, o en la cumbre del G20 en Toronto en 2010, no ha sido capaz de aprovechar la grave crisis económica y la agitación social para cambiar el sistema (¡y no el clima!) y poner de rodillas a la finanza mundial (imponiendo la tasa Tobin, aboliendo los paraísos fiscales y adoptando el principio Pigou [4]). Una vez más, hemos sido muy buenos pensando en alternativas, pero no en la acción transformadora. Los poderosos de este mundo no se doblegaron. Los gobiernos no nos siguieron. Y ahora, diez años después, nos enfrentamos a otra gran crisis.

¿Y qué hacer? Siempre la misma pregunta insistente. Sin una bola de cristal, sólo podemos compartir y someter a la crítica militante (y no al roer de los ratones) algunas posibles líneas de acción.

Organicemos la resistencia y construyamos alternativas al nivel local. Es aquí y ahora, en nuestras comunidades, en nuestros barrios, en nuestras ciudades, en nuestras regiones, en todos estos lugares que son nuestros verdaderos lugares de vida y el caldo de cultivo de nuestras solidaridades locales, donde nuestras acciones cobran todo su sentido. Esto no significa que ya no debamos preocuparnos por lo que ocurre al nivel internacional, ni tampoco que debamos seguir jugando al juego de la democracia representativa a los niveles local y nacional. Pero en lugar de esperar a que nuestros representantes y sus expertos hagan las cosas por nosotros, tenemos que dedicar tiempo a involucrarnos en nuestras comunidades para defender las causas que nos importan y, sobre todo, para practicar el mundo que queremos que ocurra, ya sea en nuestro consumo y nuestro trabajo, pero también en nuestras relaciones con quienes nos rodean y con nuestras instituciones. Tomarse el tiempo de descubrir que vivimos en el corazón de un ecosistema social (que hemos conocido durante estos meses de confinamiento forzoso) que es a la vez frágil y precioso, y que da sentido y felicidad a nuestra vida de todos los días. Más vínculos, menos posesiones, empieza localmente, porque nuestra escala de acción diaria es local.

Defendamos nuestros territorios y aprendamos de los pueblos indígenas. La acción local significa ciertamente favorecer la economía local y los círculos cortos, construir nuevas solidaridades comunitarias a escala humana, pero también, a veces, resistir y oponerse a los grandes proyectos inútiles, a las políticas retrógradas y a la devastación social y medioambiental. Porque, aunque tengamos la cabeza en las nubes, siempre tenemos los pies en la tierra. En este sentido, tenemos mucho que aprender de los pueblos indígenas y ya es hora de escuchar su relación con el territorio, con el tiempo, con las historias. Y esta postura es fundamental (es casi revolucionaria), porque para emanciparnos de la modernidad occidental capitalista e industrial en la que estamos inmersos y que constituye nuestro ADN, tendremos que aprender a desaprender y sobre todo a re-enraizarnos. Nuestros territorios (que también pueden ser urbanos) no son sólo recursos por explotar o espacios a desarrollar, son nuestros entornos vitales, son lugares vivos que es nuestra responsabilidad preservar. Adoptar esta visión ecosistémica y fundamental de las cosas nos llevará a mirar no sólo críticamente, sino también con indignación, los grandes proyectos retrógrados totalmente desconectados de la actualidad y que consumen fondos públicos, como los oleoductos y otras autopistas.

Compartimos nuestras acciones y experimentos al nivel global en un mundo archipiélago construido por nuestras solidaridades. Actuar localmente y defender nuestros territorios no significa replegarse sobre nosotros mismos. Alterglobalización no aboga por el survivalismo sectario, sino todo lo contrario. Este movimiento nació en la solidaridad internacional de los pueblos contra la globalización de los mercados y la finanza. Por tanto, es internacionalista en esencia, y el término más preciso sería el de glocalista. Desde sus inicios, y en este sentido la centella zapatista [5] es muy elocuente, el movimiento altermundialista se ha desplegado en un constante ir y venir entre lo global y lo local, poniendo así en práctica el lema desarrollado antes por el movimiento ecologista: pensar globalmente, actuar localmente. Es esta dinámica fundamental la que permite preservar la diversidad constitutiva del movimiento y la que constituye toda su riqueza. Porque no puede haber una solución masiva al desorden global. Más aún cuando este desorden global es precisamente el producto de esta voluntad imperialista de imponer un único modelo de desarrollo y, más ampliamente, de vida (neoliberalismo) a todo el planeta (el famoso TINA de la señora Thatcher). Lo que tenemos que desplegar son masas de soluciones, experimentadas al nivel local, luego discutidas, compartidas, intercambiadas al nivel regional, nacional y global. El mundo archipiélago emergente se presenta como una red de mundos originales que exploran formas alternativas de producir, organizar y vivir, en relación con los demás, y cuya cartografía se está desarrollando. [6]

Actuemos juntos, conscientes de nuestra diversidad constitutiva y guiados por los principios de la justicia social y medioambiental. Por último, parece esencial tener en cuenta que, aunque las innovaciones sociales y las iniciativas de transformación política sean a menudo llevadas a cabo por minorías activas, siempre se realizan a través de la acción colectiva. Es juntos como haremos esta transición radical hacia nuevos mundos de proximidad, respetuosos con los límites del planeta y del ser humano, interconectados entre sí en el respeto de su diversidad. Esta acción transformadora colectiva debe guiarse por los principios complementarios de la justicia social y medioambiental. Así es como podremos practicar a diario una verdadera praxis revolucionaria que contrarreste todos aquellos valores que impregnan cada uno de nuestros movimientos y nos encadenan a la globalización neoliberal: velocidad, desarraigo, estandarización, individualismo y codicia.

[1Cita de su obra fundamental Investigación sobre La riqueza de las naciones (1776), retomada y puesta en el contexto de la lucha de los chalecos amarillos en Francia por el Comité para la Abolición de las Deudas Ilegítimas (CADTM, Bélgica): https://www.cadtm.org/Adam-Smith-et-les-Gilets-jaunes

[2Pascale Dufour, Qui sommes-nous pour être découragées ? Conversation militante avec Lorraine Guay, Montréal, Écosociété, 2019.

[3Klaus Schwab, La quatrième révolution industrielle, Paris, Dunod, 2017.

[4Susan George, Leurs crises, nos solutions, Paris, Albin Michel, 2010.

[5La insurrección del movimiento indígena zapatista en el Estado de Chiapas, al sureste de México, el 1 de enero de 1994, cuando entró en efecto el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), se considera un momento fundador en el surgimiento del alterglobalización. Leer Jérôme Baschet, L’Étincelle zapatiste. Insurrection indienne et résistance planétaire, París, Denoël, 2002.

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